martes, 16 de diciembre de 2014

Labrador

     Entre sueños y pesadillas siento algo que me toca el brazo. Me despierto sobresaltado. Escucho una voz familiar pero desconocida. "Me voy de casa". Abro los ojos. Mi perro está sentado frente a mí. Tiene una pata apoyada sobre la cama y me mira con esos ojos enormes y tristes. "Ya no aguanto más, me quiero ir". Sorprendido y un poco asustado, me refriego los ojos. "¿Qué clase de vida es esta? Me despierto cuando te despertás vos, duermo cuando vos te quedás mucho tiempo en la misma habitación. Salgo cuando me dejás, como cuando me decís, muevo la cola cuando me acariciás. Y no me gusta. Y tardé demasiado en decirtelo, pero bueno, acá está. No se vos, pero yo no soy feliz." Levanta la cabeza y no entiendo si me mira pidiendo misericordia o satisfecho por su valentía. "¿Qué querés de mi?", le pregunto. Se para, da una vuelta sobre sí mismo y se vuelve a sentar. Por más que hable sigue siendo un perro, pienso. "La puerta está abierta, vos podés irte cuando quieras", afirmo. Mira la puerta cerrada de mi pieza y llorisquea, como suele hacer. "Simbólicamente, digo". Me levanto y la abro. Lo sigo hasta la puerta de casa. "¿A dónde vas a ir?", le pregunto. "No sé, lejos de acá." Corro la cerradura y abro la puerta. Me mira, mueve la cola y se va. Los primeros rayos del día iluminan su camino. Yo lo veo irse, lentamente. De repente se frena y vuelve veloz hacia mí. Entra a la casa. Escucho ruidos. Sale con un hueso en la boca. Lo apoya en el suelo y me lame la mano. Me agacho para acariciarlo, pero vuelve a agarrar su hueso y se va. A su paso, se oyen aullidos que salen de los edificios.

 "Ojala le vaya bien", pienso.
"Ojala se aburra y vuelva", pienso después.

jueves, 10 de julio de 2014

Una vez, un dinosaurio se despertó y todavía estaba allí. A mí me pasó algo parecido, solo que cuando me acosté todavía no era un dinosaurio. Aún hoy no logro entender cómo sucedió. Había tenido uno de esos sueños febriles difíciles de distinguir de la realidad. No me acuerdo bien que sucedía en él, pero no tenía nada que ver con dinosaurios. Sin embargo, cuando me desperté, sentí la piel rugosa, los músculos cansados, los dedos entumecidos. De alguna forma, al abrir los ojos entendí qué había pasado. Me había ido a dormir distraído y no me había acordado de cerrar la ventana de mi habitación. Aparentemente, alguien había entrado y me había hurtado mis años de juventud. No, eso no tenía sentido. Evidentemente todavía tenía la mente nublada por el letargo. Claro, el letargo. Nadie me había robado nada. Había perdido esos años durmiendo nomás. Quizás antes de dormir había decidido unir todos los años de sueño de mi vida en una sola noche para después disfrutar la vigilia en su máximo esplendor. No, tampoco. Primero porque 50 años de sueño son mucho más de lo necesario. Segundo porque bajo ningún concepto puede uno considerar que el esplendor de la vigilia comienza a los 70 años de edad. Quizá venía siendo viejo hace mucho tiempo y la falta de memoria era signo de senilidad. Confundido me rasqué la cabeza. Por un segundo me asustó la calvicie, pero me di cuenta de que al menos nunca me iba a tener que peinar de vuelta. ¡Eso! Ya no tendría que preocuparme por cómo me veía. A nadie le importa si un viejo está medio desarreglado. Sin nada mejor que hacer, intenté levantarme, pero calculé mal mis fuerzas y me caí al piso. Por suerte no me rompí nada, pero iba a tener que empezar a cuidarme, los ancianos son mucho más frágiles. Me levanté despacio. Mi carne llevaba años sin ejercitarse, tenía que volver a acostumbrarme al movimiento. Lentamente, caminé hacia el baño. Por un momento me sobresalté al sentir algo que me golpeaba el muslo. Me tranquilicé al darme cuenta de que eran mis testículos. Una vez que llegué al baño, me miré en el espejo, esperando lo peor. Por suerte la presbicia amortiguó el golpe. Noté las arrugas que antes no tenía, las manchas que antes no existían, los pelos donde no solía haber nada. Pero, por alguna razón, la visión no fue tan espantosa. Estaba tan cansado que ni tenía la capacidad de asustarme. No supe si era porque había dormido mucho, o demasiado poco, si era porque mis músculos estaban particularmente cansados o si era algo normal de la vejez; pero estaba extenuado. El resto del día continuó como lo que asumí que sería el día de un señor de 70 años. Desayuné, leí el diario, lave los platos, cociné, almorcé, vi el noticiero, lavé los platos. En un momento se me ocurrió si no tendría algún familiar, o alguien con quien charlar. No había ningún indicio de presencia femenina en la casa, y si tenía hijos no me acordaba. Después de cenar y lavarme los dientes, decidí que era hora de dormir. Con cierto miedo, me metí en la cama. ¿Qué sucedería el día siguiente? ¿Volvería a ser joven, seguiría siendo viejo? Tal vez amanecería ya muerto. El sueño se me fue apoderando y me fui olvidando de preocuparme por el porvenir. Esa noche soñé con un hombre que se despertaba y era un insecto monstruoso. Que fácil la tienen algunos.

sábado, 28 de junio de 2014

La primera vez que Dios creó el mundo, estaba lleno de errores. Me lo contó un día mientras nos tomábamos unos mates. Tardó como una semana y se mandó unas cuantas cagadas. Los humanos eran medio cualquiera y los terminó echando a la mierda. Después ya tenía más cancha y se creó un mundo re copado en tipo dos días y medio. De vez en cuando visitaba el primer mundo a ver qué onda. Tiraba un par de milagritos, pero de mala gana. De a poco se fue hartando de ese intento fallido y empezó a burlarse de los humanos.  Que ahora hablan todas lenguas distintas, que por qué no matás a tu hijo y que caminate cuarenta años en el desierto. En un momento incluso trató de reiniciar todo y ahogar a todas las bestias, pero las que sobrevivieron mantuvieron ese nivel de degeneración y aburrimiento. De a poco Dios se fue enamorando cada vez más de su segundo mundo, uno mucho más bello y perfecto. Y como el amor no tiene vista periférica, el primer mundo se vio desatendido. Dios ya no cumplió ningún rol en la película de los primermundistas. Algunos le adjudicaron unos cameos en las visiones de psicóticos y drogadictos, pero andá a saber. Y a falta de apariciones, la gente desconfió de Dios. Desde los que dijeron que no existía hasta los que pensaron que se había muerto. Desde los que decidieron ignorarlo hasta los que lo insultaban a viva voz cada vez que se moría un pariente. Y surgieron las guerras, la corrupción, el hambre y la apatía. Mientras tanto, en el otro mundo gozaba de regalos constantes del embobado Dios que no hacía más que consentirlos. Y surgió la fraternidad, el equilibrio, la tolerancia y la apatía. De tanta presencia del Señor, los mejormundistas se empezaron a olvidar del origen de los milagros y los tomaron como elementos naturales de la vida. Mientras en el primer mundo nacían el nihilismo y el existencialismo, en el segundo crecía el estatodobienparaquenosvamosacansarismo. Y así siguieron ambos mundos. Cada uno rechazando a su creador por sus propias razones. Y Dios se encontró solo y triste y amargado. Hasta que un día conoció a una pelirroja y se olvidó de la creación, de los mundos y de toda la bola. Ahora viven en un dúplex por Villa del Parque y pasa su tiempo escribiendo novelas gráficas que nunca se publican.

martes, 3 de junio de 2014

El señor Ramirez

El señor Ramirez yacía en su lecho de muerte. Tenía 63 años y había tenido una vida espantosa.  De chico, su madre lo había abandonado. Su padre era alcohólico y le pegaba de vez en cuando. Creció en un constante estado de pánico y desconfianza. Por las noches sufría terrores nocturnos. Imaginaba brujas, niñas endemoniadas, hombres con garfios en vez de manos y fantasmas que le contaban sus muertes cruentas. Aprendió a protegerse metiendo la cabeza dentro de la remera cual tortuga. Más grande se daría cuenta de que ese acto lo definía a la perfección. El señor Ramirez pasó su vida no solo escondiéndose de sus problemas sino también mirándose el ombligo. De adolescente sus compañeros se burlaban de él. Su paso por el colegio fue en iguales medidas aburrido y deprimente. Cuando terminó, se consiguió un trabajo mediocre; y luego una esposa más mediocre aún. Pero, para su sorpresa, la vida le tenía preparado algunos giros más. Su esposa lo dejó por un contador, y en su trabajo no solo no lo despidieron, sino que lo ascendieron. Peor castigo no podía haber. El señor Rámirez continuó su vida anodina tratando de encontrarse, y de encontrar algún placer en ella. Hubo un momento donde se interesó en la colección de discos de vinilo, pero al poco tiempo entraron a la casa y se lo robaron. Y así siguió, hasta los 63 años, hasta que decidió que ya había vivido lo suficiente. Se acostó en su cama y se dispuso a morir. Mientras esperaba, se preguntaba qué mal le había ocasionado él a la vida para recibir semejante castigo, el de vivir. Tal vez había cometido crímenes en sus vidas anteriores y en esta recibía su punición. Lo que el señor Ramirez no sabía es que la mediocridad es el peor de los crímenes. Finalmente, después de una espera que pudo haber durado minutos o semanas, la muerte llegó a él. Vio, en el momento más satisfactorio de su paupérrima vida, una luz blanca y se dirigió a ella. Mientras se acercaba, notó como el ambiente se llenaba de un líquido extraño. Sin embargo, no se ahogó en él, sino que se sintió cómodo. Su cuerpo empezó a transformarse. Perdió sus pelos y sus dientes. Se encogió y cambió de forma. Cuando se dio cuenta, no estaba caminando hacia la luz sino que estaba siendo empujado hacia ella. Finalmente la alcanzó y la atravesó. Primero la cabeza, después los hombros, el torso y el resto del cuerpo. Vio un charco de sangre, un hombre con una bata blanca que lo miraba. La luz blanca por la que había salido ya no era tal. El señor Ramirez dejó de ser el señor Ramirez. Pronto le pondrían el nuevo nombre de Juan. Juancito ya no recordaba nada de su vida anterior, ni entendía dónde estaba. Juancito no sabía del castigo que iba a tener que iba a tener que penar, ni sabía que la mediocridad se paga con más mediocridad. Como lo haría muchas, demasiadas veces el resto de su vida, sin entender absolutamente nada de qué estaba pasando, Juancito lloró por primera vez.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Estoy embarazada

– Estoy embarazada.
La conversación se detuvo repentinamente y todos giraron la cabeza. Una hilera de ojos abiertos de par en par me miró mientras masticaba mi bife con puré.
– Abuela, ¿vos estás en pedo? – preguntó Luli, la mayor.
– No, mi amor. Voy a tener un bebé –. Sonreí y mordí otro bocado.
La conversación siguió como pueden imaginar. Que sabés que tenés 74 años, que no puede ser, que si tomaste las pastillas a la mañana. Les expliqué muy serena que llevaba varias semanas de atraso y que la única explicación racional es que tenía un bollo en el horno. “Mamá, ¿te das cuenta de que sos menopáusica hace 25 años y que tu horno está más seco que…?”.
Ricardo interrumpió la verborragia de su mujer. Me tocó la mano con esos dedos amarillos de fumador y me preguntó: “Nora, ¿se siente bien?”. Asentí muy despacito. La discusión viró hacia mi salud mental, a ver quién podía adivinar qué me pasaba. O era la demencia senil o era el Alzheimer, o que se yo que cosa.
Las voces empezaron a elevarse y dejaron de escucharse entre sí, cada uno tiraba su propia sugerencia. “Puede ser shock post-traumático” “¿Pero qué trauma ni que trauma?” “Trauma te voy a dar a vos, ingrata, no le levantés la voz a tu madre” y así seguían. Excepto Danielito, el menor. Danielito me miraba fijo y sonreía.
– ¿Quién es el padre? – preguntó.  En ese momento, sonó el timbre.  Me levanté y dirigí a abrirle. Era Jorge.
– ¿Ese es el padre? – dudó Ricardo. Asentí muy despacito y les sonreí. Nos fuimos mientras la familia entera nos miraba apabullada. Excepto Danielito, que seguía sonriendo. Me subí al auto con Jorge y manejamos hacia el atardecer. 

miércoles, 7 de mayo de 2014

Historias

                Son las 3 de la mañana. Salís de una fiesta por Tribunales. Estás yendo a la parada de algún bondi. Vas a cruzar la calle y ves una pareja de unos sesenta años. Él, de traje; ella, muy bien vestida y maquillada. ¿Qué hacen por esta zona, a esta hora, y tan arreglados? – te preguntás. Te acordás de un amigo que hace poco te dijo que cada persona tiene su historia, y son todas interesantes, si están bien narradas. Te ponés a pensar qué podrán estar haciendo, que no por nada estás estudiando guión, carajo. ¿De dónde vienen, hacia dónde van, qué tienen para contar?
                Un golpe sordo te despierta de tu mundo de pensamientos. Es la señora. La señora se acaba de desplomar en el piso. Su cuerpo choca precipitado contra el frio del cemento. Por un momento, como cualquier otro en tu posición, te sorprendés. Pero en el momento siguiente te encontrás imaginándote que le agarró un paro cardíaco. Nunca viste a nadie en la vida real tener uno, pero por lo que sabes de las películas, bien podría ser. Y pensás que qué interesante, ahora ya sabes cómo es uno y vas a poder usar el recurso si lo necesitás. Y después pensás que qué mierda estás pensando, un ser humano acaba de desmoronarse en frente tuyo y lo único que pasa por tu cabeza es cómo eso te sirve a vos. Por un segundo, te sentís como viendo a un rinoceronte con tranquilizantes cayéndo de cara al piso. Pero un rinoceronte muy bien vestido y maquillado.
                Volvés a la realidad cuando te das cuenta que el rinoceronte está llorando. No, no. Es la señora. La señora está llorando. Que vos sepas, la gente que acaba de sufrir un ataque cardíaco no se pone a llorar. Por otro lado, los rinocerontes tampoco lloran, pero ese es otro tema. La señora está llorando y es evidente que no sufrió un ataque cardíaco.  Y lo que más te sorprende es que el hombre trajeado no se sorprende en absoluto. Mira a su pareja derrumbarse súbitamente como quien no quiere la cosa. La cosa, por así decirlo, vendría a ser su señora. Sin inmutarse demasiado, le dice “parate, no hagas esto”. Vos, desde el otro lado de la calle, mirás la situación con cara de no entender una mierda. Principalmente porque no entendés una mierda. ¿Cómo puede ser que esté tan tranquilo? Le habla a esa bolsa de papas en el piso con un tono autoritario, sin inquietarse en lo más mínimo. De repente, lo sospechas un marido golpeador, un hombre violento y abusivo. Claramente esa mujer está destruida, no aguanta más esa vida vacía, abstracta, inútil. Intenta abandonar ese cuerpo percutido, demoler los cimientos de lo físico, abandonar su estructura corpórea. Sin embargo, lo único que escapa de ella es un llanto, un pedazo de alma que se escurre entre sus labios, huyendo de todo aquello que lastima, hiere y hace mal. Y vos, ahí, parado como un imbécil, pensando en lo copado que sería contar esa historia después. Pero no es después, es ahora. ¿Qué hacés?
                Por un lado, si lo que se te ocurrió es verdad, es espantoso y tendrías que reaccionar de alguna manera. Por otro lado, por ahí flasheaste cualquiera. Con voz ambivalente, le preguntás “¿Los puedo ayudar en algo?”; tratando de que se pueda entender tanto como “Hombre, su esposa se ha lastimado, ¿puedo serle de alguna utilidad en este momento?” o como “Macho, le estuviste pegando a tu señora y te estoy viendo y no está nada bueno”.  El señor no parece entender ninguno de esos significados, y con su ya característica indiferencia, te dice que no. Ni siquiera te mira, está muy ocupado agarrándole un brazo a su pareja para que se levante.
                Y te parece ver, tal vez, cierta ternura en su gesto, cierto querer en su movimiento, escondidos bajo kilos de pesadez. Quizás no es su culpa. Quizás hace poco a su mujer se le murió alguien cercano y la pobre está pasando por un momento difícil. Y en un instante de debilidad, tomó algunas pastillas y algunos tragos y ya no lo puede soportar. Y el hombre la trata de consolar, pero nadie nunca le enseñó cómo y no tiene las herramientas necesarias y su papá nunca le dijo que lo quería. Y está haciendo todo lo posible para ayudarla, para que juntos puedan sobrellevar ese momento, pero ya no sabe cómo y la verdad que está muy cansado y no sabe cómo seguir. Y te re compadecés del chabón.
                La mujer logra levantarse, y vos, ya sin ninguna ambivalencia le preguntás “¿Seguro?”, porque te da pena y te gustaría poder ayudarlos de alguna forma. Además quizás si es un forro golpeador y no lo querés dejar ir tan fácil. Claro, como si vos haciéndole un par de preguntas a las 3 de la mañana en el medio de la calle pudieras cambiar algo. El hombre te responde “Seguro”, y juntos siguen caminando. Sin nada más que hacer, emprendés tu camino.
                Ya con la consciencia limpia (por así decir), te ponés a pensar. Ninguna de las historias que imaginaste te cierra del todo. Además, todo lo que se te ocurre es tétrico, deprimente, u horrible de alguna forma. Tu imaginación vuela hacia lugares oscuros, más aún después de presenciar algo tan inverosímil. Y es verdad que, como dice tu amigo, cada persona tiene su historia. Pero hay historias que es mejor no saber. 

jueves, 24 de abril de 2014

Tu amiga, la serpiente

Estás de viaje en Israel, en la casa de unos familiares que no conocés. Uno de ellos es biólogo. Para una charla que tiene que dar, consiguió una serpiente. No te acordás bien por qué, pero es una charla de biología en la que una serpiente está involucrada. Y el familiar trajo el animal a la casa. La serpiente es muy bonita, naranja con un patrón de formas que parece artificial. Como si estuviera bordado en sus escamas. Como si alguien se las hubiera impreso. Como si esa serpiente no fuera una serpiente. Es más chica de lo que habías imaginado. El bicho se enrolla entre sus manos regordetas. No sabés si por afecto a esas manos o por miedo a todo lo demás. Te hace acordar a una película de Jim Carrey en donde hay un hombre con unas serpientes y las serpientes hacen lo mismo. Te hacés un recordatorio mental de buscar el nombre de la película. Udi, el familiar se llama Udi. Nombre extraño, con razón no te acordabas. Udi pregunta quién quiere sostenerla. Tu mamá lo mira con cara de asustada. Tu hermana se ríe nerviosa. Vos decís que yo, que vos, que sí, que querés sostenerla. No porque seas valiente ni nada, sino porque el coso ese es muy lindo y querés tocarlo. Udi se desenreda la serpiente y te la pasa. No parecés gustarle mucho. A la serpiente, no a Udi. Bah, a Udi tampoco. Asustada, se mete debajo de tu buzo y detrás de tu espalda. Udi te explica que no es que tenga miedo, es que le gustan los lugares oscuros. Contenta, se mete debajo de tu buzo y detrás de tu espalda. Una serie de eventos desafortunados es el nombre de la peli con Jim Carrey. Estaba buena. La serpiente aparece por algún lado y te saca la lengua. Vos le sacas la lengua a ella. Pensás que es gracioso, pero nadie se ríe. Udi te explica algo de que las serpientes huelen con la lengua. Es interesante lo que te dice, pero más interesante es tenerla correteando por tu cuerpo. No, correteando no. Pero tampoco está reptando, esta como… ¿disfrutando tu cuerpo? Bueno, no. Pero la serpiente está ahí y se mueve. Udi antes estaba jugando con un reloj que te lo ponés y te mide la frecuencia cardíaca. Se lo da a tu mamá y te pide que le pases la serpiente. Como tu mamá le tiene miedo, la frecuencia va a aumentar. Cierto que es una charla de biología en la que una serpiente está involucrada y que tiene algo que ver con el miedo. Todos se ríen en anticipación a la taquicardia de tu mamá. Al final le das la serpiente y no pasa nada. Igual no se ve muy contenta. Tu mamá, no la serpiente. Bah, la serpiente tampoco. Después se la pasa a tu papá y después a tu hermana. Después pasan más cosas. A la noche, los convencés de ver la película con Jim Carrey. Pensás que es graciosa, pero casi nadie se ríe.