Son las 3 de la mañana. Salís de una fiesta por Tribunales. Estás
yendo a la parada de algún bondi. Vas a cruzar la calle y ves una pareja de
unos sesenta años. Él, de traje; ella, muy bien vestida y maquillada. ¿Qué
hacen por esta zona, a esta hora, y tan arreglados? – te preguntás. Te acordás
de un amigo que hace poco te dijo que cada persona tiene su historia, y son
todas interesantes, si están bien narradas. Te ponés a pensar qué podrán estar
haciendo, que no por nada estás estudiando guión, carajo. ¿De dónde vienen,
hacia dónde van, qué tienen para contar?
Un golpe sordo te despierta
de tu mundo de pensamientos. Es la señora. La señora se acaba de desplomar en
el piso. Su cuerpo choca precipitado contra el frio del cemento. Por un
momento, como cualquier otro en tu posición, te sorprendés. Pero en el momento
siguiente te encontrás imaginándote que le agarró un paro cardíaco. Nunca viste
a nadie en la vida real tener uno, pero por lo que sabes de las películas, bien
podría ser. Y pensás que qué interesante, ahora ya sabes cómo es uno y vas a
poder usar el recurso si lo necesitás. Y después pensás que qué mierda estás
pensando, un ser humano acaba de desmoronarse en frente tuyo y lo único que pasa
por tu cabeza es cómo eso te sirve a vos. Por un segundo, te sentís como viendo
a un rinoceronte con tranquilizantes cayéndo de cara al piso. Pero un
rinoceronte muy bien vestido y maquillado.
Volvés a la realidad
cuando te das cuenta que el rinoceronte está llorando. No, no. Es la señora. La
señora está llorando. Que vos sepas, la gente que acaba de sufrir un ataque
cardíaco no se pone a llorar. Por otro lado, los rinocerontes tampoco lloran,
pero ese es otro tema. La señora está llorando y es evidente que no sufrió un
ataque cardíaco. Y lo que más te
sorprende es que el hombre trajeado no se sorprende en absoluto. Mira a su
pareja derrumbarse súbitamente como quien no quiere la cosa. La cosa, por así
decirlo, vendría a ser su señora. Sin inmutarse demasiado, le dice “parate, no
hagas esto”. Vos, desde el otro lado de la calle, mirás la situación con cara
de no entender una mierda. Principalmente porque no entendés una mierda. ¿Cómo
puede ser que esté tan tranquilo? Le habla a esa bolsa de papas en el piso con
un tono autoritario, sin inquietarse en lo más mínimo. De repente, lo sospechas
un marido golpeador, un hombre violento y abusivo. Claramente esa mujer está
destruida, no aguanta más esa vida vacía, abstracta, inútil. Intenta abandonar
ese cuerpo percutido, demoler los cimientos de lo físico, abandonar su
estructura corpórea. Sin embargo, lo único que escapa de ella es un llanto, un
pedazo de alma que se escurre entre sus labios, huyendo de todo aquello que
lastima, hiere y hace mal. Y vos, ahí, parado como un imbécil, pensando en lo
copado que sería contar esa historia después. Pero no es después, es ahora.
¿Qué hacés?
Por un lado, si lo que se
te ocurrió es verdad, es espantoso y tendrías que reaccionar de alguna manera.
Por otro lado, por ahí flasheaste cualquiera. Con voz ambivalente, le preguntás
“¿Los puedo ayudar en algo?”; tratando de que se pueda entender tanto como
“Hombre, su esposa se ha lastimado, ¿puedo serle de alguna utilidad en este
momento?” o como “Macho, le estuviste pegando a tu señora y te estoy viendo y
no está nada bueno”. El señor no parece
entender ninguno de esos significados, y con su ya característica indiferencia,
te dice que no. Ni siquiera te mira, está muy ocupado agarrándole un brazo a su
pareja para que se levante.
Y te parece ver, tal vez,
cierta ternura en su gesto, cierto querer en su movimiento, escondidos bajo
kilos de pesadez. Quizás no es su culpa. Quizás hace poco a su mujer se le murió
alguien cercano y la pobre está pasando por un momento difícil. Y en un
instante de debilidad, tomó algunas pastillas y algunos tragos y ya no lo puede
soportar. Y el hombre la trata de consolar, pero nadie nunca le enseñó cómo y
no tiene las herramientas necesarias y su papá nunca le dijo que lo quería. Y
está haciendo todo lo posible para ayudarla, para que juntos puedan sobrellevar
ese momento, pero ya no sabe cómo y la verdad que está muy cansado y no sabe
cómo seguir. Y te re compadecés del chabón.
La mujer logra levantarse,
y vos, ya sin ninguna ambivalencia le preguntás “¿Seguro?”, porque te da pena y
te gustaría poder ayudarlos de alguna forma. Además quizás si es un forro
golpeador y no lo querés dejar ir tan fácil. Claro, como si vos haciéndole un
par de preguntas a las 3 de la mañana en el medio de la calle pudieras cambiar
algo. El hombre te responde “Seguro”, y juntos siguen caminando. Sin nada más
que hacer, emprendés tu camino.
Ya con la consciencia
limpia (por así decir), te ponés a pensar. Ninguna de las historias que
imaginaste te cierra del todo. Además, todo lo que se te
ocurre es tétrico, deprimente, u horrible de alguna forma. Tu imaginación vuela
hacia lugares oscuros, más aún después de presenciar algo tan inverosímil. Y es
verdad que, como dice tu amigo, cada persona tiene su historia. Pero hay
historias que es mejor no saber.