sábado, 28 de junio de 2014

La primera vez que Dios creó el mundo, estaba lleno de errores. Me lo contó un día mientras nos tomábamos unos mates. Tardó como una semana y se mandó unas cuantas cagadas. Los humanos eran medio cualquiera y los terminó echando a la mierda. Después ya tenía más cancha y se creó un mundo re copado en tipo dos días y medio. De vez en cuando visitaba el primer mundo a ver qué onda. Tiraba un par de milagritos, pero de mala gana. De a poco se fue hartando de ese intento fallido y empezó a burlarse de los humanos.  Que ahora hablan todas lenguas distintas, que por qué no matás a tu hijo y que caminate cuarenta años en el desierto. En un momento incluso trató de reiniciar todo y ahogar a todas las bestias, pero las que sobrevivieron mantuvieron ese nivel de degeneración y aburrimiento. De a poco Dios se fue enamorando cada vez más de su segundo mundo, uno mucho más bello y perfecto. Y como el amor no tiene vista periférica, el primer mundo se vio desatendido. Dios ya no cumplió ningún rol en la película de los primermundistas. Algunos le adjudicaron unos cameos en las visiones de psicóticos y drogadictos, pero andá a saber. Y a falta de apariciones, la gente desconfió de Dios. Desde los que dijeron que no existía hasta los que pensaron que se había muerto. Desde los que decidieron ignorarlo hasta los que lo insultaban a viva voz cada vez que se moría un pariente. Y surgieron las guerras, la corrupción, el hambre y la apatía. Mientras tanto, en el otro mundo gozaba de regalos constantes del embobado Dios que no hacía más que consentirlos. Y surgió la fraternidad, el equilibrio, la tolerancia y la apatía. De tanta presencia del Señor, los mejormundistas se empezaron a olvidar del origen de los milagros y los tomaron como elementos naturales de la vida. Mientras en el primer mundo nacían el nihilismo y el existencialismo, en el segundo crecía el estatodobienparaquenosvamosacansarismo. Y así siguieron ambos mundos. Cada uno rechazando a su creador por sus propias razones. Y Dios se encontró solo y triste y amargado. Hasta que un día conoció a una pelirroja y se olvidó de la creación, de los mundos y de toda la bola. Ahora viven en un dúplex por Villa del Parque y pasa su tiempo escribiendo novelas gráficas que nunca se publican.

martes, 3 de junio de 2014

El señor Ramirez

El señor Ramirez yacía en su lecho de muerte. Tenía 63 años y había tenido una vida espantosa.  De chico, su madre lo había abandonado. Su padre era alcohólico y le pegaba de vez en cuando. Creció en un constante estado de pánico y desconfianza. Por las noches sufría terrores nocturnos. Imaginaba brujas, niñas endemoniadas, hombres con garfios en vez de manos y fantasmas que le contaban sus muertes cruentas. Aprendió a protegerse metiendo la cabeza dentro de la remera cual tortuga. Más grande se daría cuenta de que ese acto lo definía a la perfección. El señor Ramirez pasó su vida no solo escondiéndose de sus problemas sino también mirándose el ombligo. De adolescente sus compañeros se burlaban de él. Su paso por el colegio fue en iguales medidas aburrido y deprimente. Cuando terminó, se consiguió un trabajo mediocre; y luego una esposa más mediocre aún. Pero, para su sorpresa, la vida le tenía preparado algunos giros más. Su esposa lo dejó por un contador, y en su trabajo no solo no lo despidieron, sino que lo ascendieron. Peor castigo no podía haber. El señor Rámirez continuó su vida anodina tratando de encontrarse, y de encontrar algún placer en ella. Hubo un momento donde se interesó en la colección de discos de vinilo, pero al poco tiempo entraron a la casa y se lo robaron. Y así siguió, hasta los 63 años, hasta que decidió que ya había vivido lo suficiente. Se acostó en su cama y se dispuso a morir. Mientras esperaba, se preguntaba qué mal le había ocasionado él a la vida para recibir semejante castigo, el de vivir. Tal vez había cometido crímenes en sus vidas anteriores y en esta recibía su punición. Lo que el señor Ramirez no sabía es que la mediocridad es el peor de los crímenes. Finalmente, después de una espera que pudo haber durado minutos o semanas, la muerte llegó a él. Vio, en el momento más satisfactorio de su paupérrima vida, una luz blanca y se dirigió a ella. Mientras se acercaba, notó como el ambiente se llenaba de un líquido extraño. Sin embargo, no se ahogó en él, sino que se sintió cómodo. Su cuerpo empezó a transformarse. Perdió sus pelos y sus dientes. Se encogió y cambió de forma. Cuando se dio cuenta, no estaba caminando hacia la luz sino que estaba siendo empujado hacia ella. Finalmente la alcanzó y la atravesó. Primero la cabeza, después los hombros, el torso y el resto del cuerpo. Vio un charco de sangre, un hombre con una bata blanca que lo miraba. La luz blanca por la que había salido ya no era tal. El señor Ramirez dejó de ser el señor Ramirez. Pronto le pondrían el nuevo nombre de Juan. Juancito ya no recordaba nada de su vida anterior, ni entendía dónde estaba. Juancito no sabía del castigo que iba a tener que iba a tener que penar, ni sabía que la mediocridad se paga con más mediocridad. Como lo haría muchas, demasiadas veces el resto de su vida, sin entender absolutamente nada de qué estaba pasando, Juancito lloró por primera vez.