La primera vez que Dios creó el mundo, estaba lleno de
errores. Me lo contó un día mientras nos tomábamos unos mates. Tardó como una
semana y se mandó unas cuantas cagadas. Los humanos eran medio cualquiera y los
terminó echando a la mierda. Después ya tenía más cancha y se creó un mundo re
copado en tipo dos días y medio. De vez en cuando visitaba el primer mundo a
ver qué onda. Tiraba un par de milagritos, pero de mala gana. De a poco se fue
hartando de ese intento fallido y empezó a burlarse de los humanos. Que ahora hablan todas lenguas distintas, que
por qué no matás a tu hijo y que caminate cuarenta años en el desierto. En un
momento incluso trató de reiniciar todo y ahogar a todas las bestias, pero las
que sobrevivieron mantuvieron ese nivel de degeneración y aburrimiento. De a
poco Dios se fue enamorando cada vez más de su segundo mundo, uno mucho más
bello y perfecto. Y como el amor no tiene vista periférica, el primer mundo se
vio desatendido. Dios ya no cumplió ningún rol en la película de los
primermundistas. Algunos le adjudicaron unos cameos en las visiones de
psicóticos y drogadictos, pero andá a saber. Y a falta de apariciones, la gente
desconfió de Dios. Desde los que dijeron que no existía hasta los que pensaron
que se había muerto. Desde los que decidieron ignorarlo hasta los que lo
insultaban a viva voz cada vez que se moría un pariente. Y surgieron las
guerras, la corrupción, el hambre y la apatía. Mientras tanto, en el otro mundo
gozaba de regalos constantes del embobado Dios que no hacía más que
consentirlos. Y surgió la fraternidad, el equilibrio, la tolerancia y la
apatía. De tanta presencia del Señor, los mejormundistas se empezaron a olvidar
del origen de los milagros y los tomaron como elementos naturales de la vida.
Mientras en el primer mundo nacían el nihilismo y el existencialismo, en el
segundo crecía el estatodobienparaquenosvamosacansarismo. Y así siguieron ambos
mundos. Cada uno rechazando a su creador por sus propias razones. Y Dios se
encontró solo y triste y amargado. Hasta que un día conoció a una pelirroja y
se olvidó de la creación, de los mundos y de toda la bola. Ahora viven en un
dúplex por Villa del Parque y pasa su tiempo escribiendo novelas gráficas que
nunca se publican.
sábado, 28 de junio de 2014
martes, 3 de junio de 2014
El señor Ramirez
El señor Ramirez yacía en su lecho de muerte. Tenía 63 años
y había tenido una vida espantosa. De
chico, su madre lo había abandonado. Su padre era alcohólico y le pegaba de vez
en cuando. Creció en un constante estado de pánico y desconfianza. Por las
noches sufría terrores nocturnos. Imaginaba brujas, niñas endemoniadas, hombres
con garfios en vez de manos y fantasmas que le contaban sus muertes cruentas.
Aprendió a protegerse metiendo la cabeza dentro de la remera cual tortuga. Más
grande se daría cuenta de que ese acto lo definía a la perfección. El señor
Ramirez pasó su vida no solo escondiéndose de sus problemas sino también mirándose
el ombligo. De adolescente sus compañeros se burlaban de él. Su paso por el
colegio fue en iguales medidas aburrido y deprimente. Cuando terminó, se
consiguió un trabajo mediocre; y luego una esposa más mediocre aún. Pero, para
su sorpresa, la vida le tenía preparado algunos giros más. Su esposa lo dejó
por un contador, y en su trabajo no solo no lo despidieron, sino que lo
ascendieron. Peor castigo no podía haber. El señor Rámirez continuó su vida
anodina tratando de encontrarse, y de encontrar algún placer en ella. Hubo un
momento donde se interesó en la colección de discos de vinilo, pero al poco
tiempo entraron a la casa y se lo robaron. Y así siguió, hasta los 63 años,
hasta que decidió que ya había vivido lo suficiente. Se acostó en su cama y se
dispuso a morir. Mientras esperaba, se preguntaba qué mal le había ocasionado
él a la vida para recibir semejante castigo, el de vivir. Tal vez había
cometido crímenes en sus vidas anteriores y en esta recibía su punición. Lo que
el señor Ramirez no sabía es que la mediocridad es el peor de los crímenes.
Finalmente, después de una espera que pudo haber durado minutos o semanas, la
muerte llegó a él. Vio, en el momento más satisfactorio de su paupérrima vida,
una luz blanca y se dirigió a ella. Mientras se acercaba, notó como el ambiente
se llenaba de un líquido extraño. Sin embargo, no se ahogó en él, sino que se
sintió cómodo. Su cuerpo empezó a transformarse. Perdió sus pelos y sus dientes.
Se encogió y cambió de forma. Cuando se dio cuenta, no estaba caminando hacia
la luz sino que estaba siendo empujado hacia ella. Finalmente la alcanzó y la
atravesó. Primero la cabeza, después los hombros, el torso y el resto del
cuerpo. Vio un charco de sangre, un hombre con una bata blanca que lo miraba.
La luz blanca por la que había salido ya no era tal. El señor Ramirez dejó de
ser el señor Ramirez. Pronto le pondrían el nuevo nombre de Juan. Juancito ya
no recordaba nada de su vida anterior, ni entendía dónde estaba. Juancito no
sabía del castigo que iba a tener que iba a tener que penar, ni sabía que la
mediocridad se paga con más mediocridad. Como lo haría muchas, demasiadas veces
el resto de su vida, sin entender absolutamente nada de qué estaba pasando,
Juancito lloró por primera vez.
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