jueves, 10 de julio de 2014

Una vez, un dinosaurio se despertó y todavía estaba allí. A mí me pasó algo parecido, solo que cuando me acosté todavía no era un dinosaurio. Aún hoy no logro entender cómo sucedió. Había tenido uno de esos sueños febriles difíciles de distinguir de la realidad. No me acuerdo bien que sucedía en él, pero no tenía nada que ver con dinosaurios. Sin embargo, cuando me desperté, sentí la piel rugosa, los músculos cansados, los dedos entumecidos. De alguna forma, al abrir los ojos entendí qué había pasado. Me había ido a dormir distraído y no me había acordado de cerrar la ventana de mi habitación. Aparentemente, alguien había entrado y me había hurtado mis años de juventud. No, eso no tenía sentido. Evidentemente todavía tenía la mente nublada por el letargo. Claro, el letargo. Nadie me había robado nada. Había perdido esos años durmiendo nomás. Quizás antes de dormir había decidido unir todos los años de sueño de mi vida en una sola noche para después disfrutar la vigilia en su máximo esplendor. No, tampoco. Primero porque 50 años de sueño son mucho más de lo necesario. Segundo porque bajo ningún concepto puede uno considerar que el esplendor de la vigilia comienza a los 70 años de edad. Quizá venía siendo viejo hace mucho tiempo y la falta de memoria era signo de senilidad. Confundido me rasqué la cabeza. Por un segundo me asustó la calvicie, pero me di cuenta de que al menos nunca me iba a tener que peinar de vuelta. ¡Eso! Ya no tendría que preocuparme por cómo me veía. A nadie le importa si un viejo está medio desarreglado. Sin nada mejor que hacer, intenté levantarme, pero calculé mal mis fuerzas y me caí al piso. Por suerte no me rompí nada, pero iba a tener que empezar a cuidarme, los ancianos son mucho más frágiles. Me levanté despacio. Mi carne llevaba años sin ejercitarse, tenía que volver a acostumbrarme al movimiento. Lentamente, caminé hacia el baño. Por un momento me sobresalté al sentir algo que me golpeaba el muslo. Me tranquilicé al darme cuenta de que eran mis testículos. Una vez que llegué al baño, me miré en el espejo, esperando lo peor. Por suerte la presbicia amortiguó el golpe. Noté las arrugas que antes no tenía, las manchas que antes no existían, los pelos donde no solía haber nada. Pero, por alguna razón, la visión no fue tan espantosa. Estaba tan cansado que ni tenía la capacidad de asustarme. No supe si era porque había dormido mucho, o demasiado poco, si era porque mis músculos estaban particularmente cansados o si era algo normal de la vejez; pero estaba extenuado. El resto del día continuó como lo que asumí que sería el día de un señor de 70 años. Desayuné, leí el diario, lave los platos, cociné, almorcé, vi el noticiero, lavé los platos. En un momento se me ocurrió si no tendría algún familiar, o alguien con quien charlar. No había ningún indicio de presencia femenina en la casa, y si tenía hijos no me acordaba. Después de cenar y lavarme los dientes, decidí que era hora de dormir. Con cierto miedo, me metí en la cama. ¿Qué sucedería el día siguiente? ¿Volvería a ser joven, seguiría siendo viejo? Tal vez amanecería ya muerto. El sueño se me fue apoderando y me fui olvidando de preocuparme por el porvenir. Esa noche soñé con un hombre que se despertaba y era un insecto monstruoso. Que fácil la tienen algunos.