El señor Ramirez yacía en su lecho de muerte. Tenía 63 años
y había tenido una vida espantosa. De
chico, su madre lo había abandonado. Su padre era alcohólico y le pegaba de vez
en cuando. Creció en un constante estado de pánico y desconfianza. Por las
noches sufría terrores nocturnos. Imaginaba brujas, niñas endemoniadas, hombres
con garfios en vez de manos y fantasmas que le contaban sus muertes cruentas.
Aprendió a protegerse metiendo la cabeza dentro de la remera cual tortuga. Más
grande se daría cuenta de que ese acto lo definía a la perfección. El señor
Ramirez pasó su vida no solo escondiéndose de sus problemas sino también mirándose
el ombligo. De adolescente sus compañeros se burlaban de él. Su paso por el
colegio fue en iguales medidas aburrido y deprimente. Cuando terminó, se
consiguió un trabajo mediocre; y luego una esposa más mediocre aún. Pero, para
su sorpresa, la vida le tenía preparado algunos giros más. Su esposa lo dejó
por un contador, y en su trabajo no solo no lo despidieron, sino que lo
ascendieron. Peor castigo no podía haber. El señor Rámirez continuó su vida
anodina tratando de encontrarse, y de encontrar algún placer en ella. Hubo un
momento donde se interesó en la colección de discos de vinilo, pero al poco
tiempo entraron a la casa y se lo robaron. Y así siguió, hasta los 63 años,
hasta que decidió que ya había vivido lo suficiente. Se acostó en su cama y se
dispuso a morir. Mientras esperaba, se preguntaba qué mal le había ocasionado
él a la vida para recibir semejante castigo, el de vivir. Tal vez había
cometido crímenes en sus vidas anteriores y en esta recibía su punición. Lo que
el señor Ramirez no sabía es que la mediocridad es el peor de los crímenes.
Finalmente, después de una espera que pudo haber durado minutos o semanas, la
muerte llegó a él. Vio, en el momento más satisfactorio de su paupérrima vida,
una luz blanca y se dirigió a ella. Mientras se acercaba, notó como el ambiente
se llenaba de un líquido extraño. Sin embargo, no se ahogó en él, sino que se
sintió cómodo. Su cuerpo empezó a transformarse. Perdió sus pelos y sus dientes.
Se encogió y cambió de forma. Cuando se dio cuenta, no estaba caminando hacia
la luz sino que estaba siendo empujado hacia ella. Finalmente la alcanzó y la
atravesó. Primero la cabeza, después los hombros, el torso y el resto del
cuerpo. Vio un charco de sangre, un hombre con una bata blanca que lo miraba.
La luz blanca por la que había salido ya no era tal. El señor Ramirez dejó de
ser el señor Ramirez. Pronto le pondrían el nuevo nombre de Juan. Juancito ya
no recordaba nada de su vida anterior, ni entendía dónde estaba. Juancito no
sabía del castigo que iba a tener que iba a tener que penar, ni sabía que la
mediocridad se paga con más mediocridad. Como lo haría muchas, demasiadas veces
el resto de su vida, sin entender absolutamente nada de qué estaba pasando,
Juancito lloró por primera vez.
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