Entre sueños
y pesadillas siento algo que me toca el brazo. Me despierto sobresaltado.
Escucho una voz familiar pero desconocida. "Me voy de casa". Abro los
ojos. Mi perro está sentado frente a mí. Tiene una pata apoyada sobre la cama y
me mira con esos ojos enormes y tristes. "Ya no aguanto más, me quiero
ir". Sorprendido y un poco asustado, me refriego los ojos. "¿Qué
clase de vida es esta? Me despierto cuando te despertás vos, duermo cuando vos
te quedás mucho tiempo en la misma habitación. Salgo cuando me dejás, como
cuando me decís, muevo la cola cuando me acariciás. Y no me gusta. Y tardé
demasiado en decirtelo, pero bueno, acá está. No se vos, pero yo no soy
feliz." Levanta la cabeza y no entiendo si me mira pidiendo misericordia o
satisfecho por su valentía. "¿Qué querés de mi?", le pregunto. Se
para, da una vuelta sobre sí mismo y se vuelve a sentar. Por más que hable
sigue siendo un perro, pienso. "La puerta está abierta, vos podés irte
cuando quieras", afirmo. Mira la puerta cerrada de mi pieza y llorisquea,
como suele hacer. "Simbólicamente, digo". Me levanto y la abro. Lo
sigo hasta la puerta de casa. "¿A dónde vas a ir?", le pregunto.
"No sé, lejos de acá." Corro la cerradura y abro la puerta. Me mira,
mueve la cola y se va. Los primeros rayos del día iluminan su camino. Yo lo veo
irse, lentamente. De repente se frena y vuelve veloz hacia mí. Entra a la casa.
Escucho ruidos. Sale con un hueso en la boca. Lo apoya en el suelo y me lame la
mano. Me agacho para acariciarlo, pero vuelve a agarrar su hueso y se va. A su
paso, se oyen aullidos que salen de los edificios.
"Ojala le vaya bien", pienso.
"Ojala se aburra y vuelva", pienso después.