sábado, 1 de diciembre de 2012

Nighthawks


La violencia es el último refugio del incompetente.
                           -Isaac Asimov   

Noche 1
                Todo empezó aquella noche. Como todas las noches, yo llevaba a mi hijo desde el colegio a la casa de su madre. Ella y yo nos habíamos separado hace años. Habíamos quedado en que ella tenía a Martín lo días de semana y yo los sábados y domingos. Pero como ella no podía buscarlo de la escuela, yo aprovechaba para poder pasar con él los 40 minutos que tardábamos en llegar a lo de mi ex mujer. Nosotros vivíamos en un pueblo relativamente grande, en el cual el invierno, a pesar de no ser especialmente frío, tiene días muy cortos y noches muy largas. Cuando mi Martín salía del colegio ya era de noche. Siete años no es edad para que un nene ande solo por la oscuridad, a pesar de que en el pueblo no hubiera mucha inseguridad. Aparte él podría haberse perdido; aunque era inteligente y muy curioso, mi hijo era bastante distraído y muchas veces se quedaba colgado en su mundo. Justamente recuerdo que esa noche iba caminando callado, sin apartar la vista del cielo.
– Está linda la noche, ¿no? – le pregunté.
                Él reaccionó abruptamente y me miró, como si mis palabas lo hubieran sacado de un trance. Miró fugazmente las estrellas e indagó:
– Pa, ¿de dónde vienen las estrellas?
                Con mis pocos conocimientos sobre el tema, empecé a intentar explicarle la teoría del Big Bang.
                Al poco tiempo me interrumpió la visión de una mujer que no conocía (yo conocía más o menos a un cuarto del pueblo, así era común que hubiera desconocidos). Esta mujer me llamó la atención de una manera que me extrañó. La calle estaba poco iluminada, pero pude ver que no era particularmente linda ni particularmente joven. Sin embargo había algo de ella que me atraía enormemente. Nos cruzamos, pero ella ni me notó. Creo.
                Mi hijo no la vio, o no pareció verla. Se interrogó el por qué de mi repentina interrupción, pero cuando retomé con la explicación estelar, se contentó sin hacer muchas preguntas.

Noche 2
                La noche siguiente, Martín me dijo que había disfrutado la charla educativa, y me preguntó si podíamos aprovechar la caminata para que le explicara de dónde vienen los bebés, porque la madre siempre le salía con la historia de la cigüeña y él ya no le creía. Yo siempre había pensado que cuando tuviera que explicarle la reproducción lo haría de la forma más cercana a la realidad posible, pero sin darme cuenta me encontré hablándole de cómo papá le ponía las semillitas en la panza a mamá, metáfora que me pareció demasiado gráfica y poco informativa. Parece que estaba distraído, supongo que esa mujer me había causado una gran impresión y creo que esperaba verla de nuevo. Mi deseo no tardó en cumplirse, y mientras le contaba al nene cómo una de las semillitas se desarrollaba y se convertía en un bebé, la mujer apareció de nuevo. Esta vez en una calle más iluminada, así que pude verla mejor.
                En efecto, como había pensado antes, no era su belleza lo que me atrajo. Era algo más, algo más profundo. La mujer, cuyo nombre hasta el día de hoy desconozco, usaba un vestido negro, largo hasta las rodillas. Tenía el pelo marrón, la tez normal tirando a pálida y los ojos oscuros, con una mirada intensa. Mediría un metro sesenta y cinco, era flaca y caminaba con soltura y seguridad.
                Esta vez sí se percato de mi existencia; cuando nos cruzamos me miró y me sonrió. Nunca voy a poder olvidar esa sonrisa. Fue en ese momento que me di cuenta de que algo andaba mal. Esa sonrisa me aterró como nada lo había hecho hasta ese momento. Esos dientes perfectos y malditos quedaron grabados en mi retina. De más está decir que sentí escalofríos y el corazón me subió hasta la garganta.
                Mi hijo, en cambio, le devolvió la sonrisa como si no pasara nada, porque tal vez para él no pasaba nada, pero no para mí. Yo lo sentí.

Noche 3
    Desde que la mujer se me cruzó por primera vez, no pude dormir; y se me empezaba a notar el insomnio. Cuando mi chico me dijo que la madre estaba teniendo problemas con unos árboles en su casa y que quería que el día siguiente llevara algo para cortarlos, a penas lo escuché. Mi mente estaba abstraída, pensando en ella, en cuándo la vería, en qué calles me la cruzaría. El invierno se empezaba a notar. Temblando, el nene me preguntó:
– ¿Por qué hay días que hace más frío que otros?
– Sí, hace frío – respondí.
                Pensaba que verla me haría salir del estado en que me encontraba, pero cuando la vi quedé más hipnotizado que antes. Estaba igual que el día anterior, mismo vestido, mismo peinado. Esta vez habló. Creo que me preguntó la hora. No sé si le respondí.
                Al pasar al lado mío, mi brazo rozó el suyo. Era frío como el miedo. Esta vez mi hijo notó mi reacción y me preguntó si me sentía bien. Le dije que sí, no sé si me creyó.
                Después de haberlo dejado en lo de su madre, pensé que como sabía que no iba a poder dormir, a lo mejor podía aprovechar la noche. Tenía que averiguar quién era esa mujer, y el único que seguramente sabía era Joe.
                Joe era un gringo que había llegado a este pueblo como resultado de un viaje a dedo por el país. Se había enamorado de una chica y había decidido quedarse a vivir acá. Había abierto un mercado, y así empezó a conocer a todos los pueblerinos, porque tenía los mejores productos y todos compraban ahí. Cuando mi mujer me dejó, él fue quien más me cuidó y nos habíamos hecho amigos. Aunque ya no nos hablábamos tanto, seguía considerándolo uno de mis pocos amigos.
                Me sorprendió que no se enojara cuando lo desperté en el medio de la noche preguntándole por la mujer del vestido negro; pero él era así, siempre amable. Y más me sorprendió que no supiera quién era esta mujer, a pesar de ubicarla de cara. Lo único que sabía era su dirección porque una vez ella había hecho una compra pesada y él la había ayudado a cargarla a su casa. No sé porque, pero saber su dirección me calmó. Incluso pude dormir un par de horas.

Noche 4
Esta vez iba un poco más tranquilo, porque no solo sabía su dirección sino que me había acordado de que Martín me había pedido que lleve algo para cortar árboles. Un hacha me pareció la herramienta indicada.  Me sentía más seguro. El que no estaba tan seguro era mi hijo, que supongo que algo había notado en mí, e iba callado sin hacer sus preguntas.
                Sin embargo, toda esta ilusión de seguridad se rompió cuando ella volvió a aparecer, igual que siempre, imperturbable, eterna.
                Sentí que éramos viejos conocidos y ni siquiera sabía su nombre. Ella caminaba hacia nosotros con determinación. Se acercó y se agachó mirando al chico, como si fuera a hablarle. Se puso entre él y yo, así que no veía lo que hacía, pero de repente escuché a mi nene gritar como nunca lo había escuchado antes. Había tanto miedo en su voz que cuando la mujer salió corriendo la perseguí, sin saber por qué ni qué le había hecho a mi hijo, pero con un deseo imparable de vengarlo.
                Ella no corría rápido y estaba por agarrarla, pero me tropecé y me doblé el tobillo. Con una ira que me explotaba, la vi huir, impotente. Rengueando, volví para ver qué le había hecho a mi varón. El pobre estaba tirado en el piso, gimiendo. Tenía lágrimas en los ojos y sangre todo alrededor. Y ahí vi que le faltaba un trozo de brazo, como si alguien se lo hubiera mordido.

Noche 4 (bis)
                No me acuerdo bien que pasó entre que vi a mi hijo en ese estado y llegué a la casa de esta maldita mujer. Recuerdo solo fragmentos, como llamar a la ambulancia, dejar al nene tirado ahí cuando todavía no había llegado la ayuda para poder vengarlo cuanto antes y salir corriendo; con la adrenalina haciéndome ignorar el tobillo doblado y la furia haciéndome ignorar los gritos desesperados de mi hijo, que no quería que lo dejara solo.
                Lo que sí recuerdo perfectamente, es cuando llegué a su casa. Estaba transpirando odio, cegado por la ira y con el hacha en la mano. La puerta estaba medio trabada, pero cedió tras un par de empujones. Entré y vi a un hombre vestido únicamente con una remera sucia y un calzoncillo, con pelo y barba que no habían sido cortados por mucho tiempo y cara de no recordar cómo era la luz del sol. Llevaba un cuchillo grande en la mano, del mismo modo como yo agarraba mi hacha. El hombre aprovechó la puerta abierta y huyó despavorido, cerrando la puerta detrás de él. La puerta no abría y el cuarto tenía olor a encierro.
                Me di vuelta y la vi, mirándome con esa sonrisa diabólica que me aterrará para siempre. En ese momento supe que ya nunca podría salir de esta habitación.