miércoles, 7 de mayo de 2014

Historias

                Son las 3 de la mañana. Salís de una fiesta por Tribunales. Estás yendo a la parada de algún bondi. Vas a cruzar la calle y ves una pareja de unos sesenta años. Él, de traje; ella, muy bien vestida y maquillada. ¿Qué hacen por esta zona, a esta hora, y tan arreglados? – te preguntás. Te acordás de un amigo que hace poco te dijo que cada persona tiene su historia, y son todas interesantes, si están bien narradas. Te ponés a pensar qué podrán estar haciendo, que no por nada estás estudiando guión, carajo. ¿De dónde vienen, hacia dónde van, qué tienen para contar?
                Un golpe sordo te despierta de tu mundo de pensamientos. Es la señora. La señora se acaba de desplomar en el piso. Su cuerpo choca precipitado contra el frio del cemento. Por un momento, como cualquier otro en tu posición, te sorprendés. Pero en el momento siguiente te encontrás imaginándote que le agarró un paro cardíaco. Nunca viste a nadie en la vida real tener uno, pero por lo que sabes de las películas, bien podría ser. Y pensás que qué interesante, ahora ya sabes cómo es uno y vas a poder usar el recurso si lo necesitás. Y después pensás que qué mierda estás pensando, un ser humano acaba de desmoronarse en frente tuyo y lo único que pasa por tu cabeza es cómo eso te sirve a vos. Por un segundo, te sentís como viendo a un rinoceronte con tranquilizantes cayéndo de cara al piso. Pero un rinoceronte muy bien vestido y maquillado.
                Volvés a la realidad cuando te das cuenta que el rinoceronte está llorando. No, no. Es la señora. La señora está llorando. Que vos sepas, la gente que acaba de sufrir un ataque cardíaco no se pone a llorar. Por otro lado, los rinocerontes tampoco lloran, pero ese es otro tema. La señora está llorando y es evidente que no sufrió un ataque cardíaco.  Y lo que más te sorprende es que el hombre trajeado no se sorprende en absoluto. Mira a su pareja derrumbarse súbitamente como quien no quiere la cosa. La cosa, por así decirlo, vendría a ser su señora. Sin inmutarse demasiado, le dice “parate, no hagas esto”. Vos, desde el otro lado de la calle, mirás la situación con cara de no entender una mierda. Principalmente porque no entendés una mierda. ¿Cómo puede ser que esté tan tranquilo? Le habla a esa bolsa de papas en el piso con un tono autoritario, sin inquietarse en lo más mínimo. De repente, lo sospechas un marido golpeador, un hombre violento y abusivo. Claramente esa mujer está destruida, no aguanta más esa vida vacía, abstracta, inútil. Intenta abandonar ese cuerpo percutido, demoler los cimientos de lo físico, abandonar su estructura corpórea. Sin embargo, lo único que escapa de ella es un llanto, un pedazo de alma que se escurre entre sus labios, huyendo de todo aquello que lastima, hiere y hace mal. Y vos, ahí, parado como un imbécil, pensando en lo copado que sería contar esa historia después. Pero no es después, es ahora. ¿Qué hacés?
                Por un lado, si lo que se te ocurrió es verdad, es espantoso y tendrías que reaccionar de alguna manera. Por otro lado, por ahí flasheaste cualquiera. Con voz ambivalente, le preguntás “¿Los puedo ayudar en algo?”; tratando de que se pueda entender tanto como “Hombre, su esposa se ha lastimado, ¿puedo serle de alguna utilidad en este momento?” o como “Macho, le estuviste pegando a tu señora y te estoy viendo y no está nada bueno”.  El señor no parece entender ninguno de esos significados, y con su ya característica indiferencia, te dice que no. Ni siquiera te mira, está muy ocupado agarrándole un brazo a su pareja para que se levante.
                Y te parece ver, tal vez, cierta ternura en su gesto, cierto querer en su movimiento, escondidos bajo kilos de pesadez. Quizás no es su culpa. Quizás hace poco a su mujer se le murió alguien cercano y la pobre está pasando por un momento difícil. Y en un instante de debilidad, tomó algunas pastillas y algunos tragos y ya no lo puede soportar. Y el hombre la trata de consolar, pero nadie nunca le enseñó cómo y no tiene las herramientas necesarias y su papá nunca le dijo que lo quería. Y está haciendo todo lo posible para ayudarla, para que juntos puedan sobrellevar ese momento, pero ya no sabe cómo y la verdad que está muy cansado y no sabe cómo seguir. Y te re compadecés del chabón.
                La mujer logra levantarse, y vos, ya sin ninguna ambivalencia le preguntás “¿Seguro?”, porque te da pena y te gustaría poder ayudarlos de alguna forma. Además quizás si es un forro golpeador y no lo querés dejar ir tan fácil. Claro, como si vos haciéndole un par de preguntas a las 3 de la mañana en el medio de la calle pudieras cambiar algo. El hombre te responde “Seguro”, y juntos siguen caminando. Sin nada más que hacer, emprendés tu camino.
                Ya con la consciencia limpia (por así decir), te ponés a pensar. Ninguna de las historias que imaginaste te cierra del todo. Además, todo lo que se te ocurre es tétrico, deprimente, u horrible de alguna forma. Tu imaginación vuela hacia lugares oscuros, más aún después de presenciar algo tan inverosímil. Y es verdad que, como dice tu amigo, cada persona tiene su historia. Pero hay historias que es mejor no saber. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario